jueves, 24 de marzo de 2011

Carta del Gran Jefe Seattle (1855)


EL GRAN JEFE DE WASHINGTON manda a decir que desea comprar nuestras tierras. El Gran Jefe también nos envía palabras de amistad y de buena voluntad. Apreciamos esa gentileza, porque sabemos que poca falta le hace, en cambio, nuestra amistad. Vamos a considerar su oferta, pues sabemos que, de no hacerlo, el hombre blanco podrá venir con sus armas de fuego y tomarse nuestras tierras. El Gran Jefe de Washington podrá confiar en lo que dice el Jefe Seattle con la misma certeza con que nuestros hermanos podrán confiar en la vuelta a las estaciones. Mis palabras son inmutables como las estrellas.


¿Cómo pueden los blancos comprar o vender el cielo, el calor de la tierra? Esta idea nos parece extraña. No somos dueños de la frescura del aire ni del centelleo del agua. ¿Cómo podría alguien comprarlos? Aun así, lo decidiremos oportunamente. Tienen que saber que cada partícula de esta tierra es sagrada para mi pueblo. Cada hoja resplandeciente, cada playa arenosa, cada neblina en el oscuro bosque, cada claro y cada insecto con su zumbido son sagrados en la memoria y experiencia de mi pueblo. La sabia que circula en los árboles porta las memorias del hombre piel roja.

Los muertos del hombre blanco se olvidan de su tierra natal cuando se van a caminar entre las estrellas. Nuestros muertos jamás olvidan esta hermosa tierra, porque ella es la madre del hombre pile roja. Somos parte de la tierra y ella es parte de nosotros. Las fragantes flores son nuestras hermanas. El venado, el caballo, el águila majestuosa son nuestros hermanos. Las crestas rocosas, las savias de las praderas, el calor corporal del potrillo y del hombre, todos pertenecen a la misma familia.

Por eso, cuando el Gran Jefe de Washington manda decir que desea comprar nuestras tierras, es mucho lo que pide. El Gran Jefe manda decir que nos reservará un lugar para que podamos vivir cómodamente entre nosotros. El será nuestro padre y nosotros seremos sus hijos. Por eso consideramos su oferta de comprar nuestras tierras. Pero no será fácil, porque estas tierras son sagradas para nosotros. El agua centelleante que corre por los ríos y los esteros no es meramente agua, sino la sangre de nuestros antepasados. Si les vendemos estas tierras, los blancos tendrán que recordar que ellas son sagradas y tendrán que enseñar a sus hijos que lo son y que cada reflejo fantasmal en las aguas claras de los lagos habla de acontecimientos y recuerdos de la vida de mi pueblo. El murmullo del agua es la voz del padre de mi padre.

Los ríos son nuestros hermanos. Calman nuestra sed, llevan nuestras canoas y alimentan a nuestros hijos. Si les vendemos nuestras tierras, deberán recordar y enseñar a sus hijos que los ríos son nuestros hermanos; deberán, de aquí en adelante, dar a los ríos el trato que darían a cualquier hermano.

Sabemos que el hombre blanco no comprende nuestra manera de ser. Le da lo mismo un pedazo de tierra que otro, porque él es un extraño que llega en la noche a sacar de la tierra lo que necesita. La tierra es su enemiga. Cuando la ha conquistado la abandona y sigue su camino. Deja detrás de él la sepultura de sus padres sin que le importe. Olvida la sepultura de sus padres y los derechos de sus hijos. Trata a su madre, la Tierra, y a su hermano, el Cielo, como si fuesen corderos y cuentas de vidrio. Su insaciable apetito devorará la tierra y dejará tras de sí sólo un desierto.

No lo comprendo. Nuestra manera de ser es diferente. La vista de sus ciudades hace doler los ojos al hombre de piel roja. Pero quizás sea así porque el hombre de piel roja es un salvaje y no comprende las cosas. No hay ningún lugar donde uno pueda escuchar el desplegarse de las hojas en la primavera o el rozar de las alas de un insecto. Pero quizás sea así porque soy un salvaje y no puedo comprender las cosas.

El ruido de la ciudad parece insultar a los oídos. ¿Y qué clase de vida es cuando el hombre no es capaz de escuchar el solitario grito de la garza o la discusión nocturna de las ranas alrededor de la laguna? Soy un hombre de piel roja y no lo comprendo.

Los indios preferimos el suave sonido del viento purificado por la lluvia del mediodía o perfumado por la fragancia de los pinos. El aire es algo precioso para el hombre de piel roja, porque todas las cosas comparten el mismo aliento, el animal, el árbol y el hombre. El hombre blanco parece no sentir el aire que respira. Al igual que un hombre muchos días agonizante, se ha vuelto insensible al hedor. Pero si os vendemos nuestras tierras, debéis dejarlas aparte y mantenerlas sagradas como un lugar al cual podrá llegar incluso el hombre blanco a saborear el viento dulcificado por las flores de la pradera.

Consideraremos vuestra oferta de comprar nuestras tierras. Si decidimos aceptarla, pondré una condición: que el hombre blanco deberá tratar a los animales de estas tierras como a hermanos. Soy un salvaje y no comprendo otro modo de conducta. He visto a miles de búfalos pudriéndose sobre las praderas, abandonados allí por el hombre blanco que disparó desde un tren en marcha. Soy un salvaje y no comprendo cómo el humeante caballo de vapor puede ser más importante que el búfalo, al que sólo matamos para poder vivir. ¿Qué es el hombre sin los animales? Si todos los animales hubiesen desaparecido, el hombre morirá de una gran soledad de espíritu. Porque todo lo que les ocurre a los animales, pronto le habrá de ocurrir también al hombre. Todas las cosas están relacionadas entre sí

Los blancos deben saber que el suelo bajo sus pies es la ceniza de sus abuelos. Para que respeten la tierra, deben decirles a sus hijos que la tierra está plena de vida de nuestros antepasados. Deben enseñar a sus hijos lo que nosotros hemos enseñado a los nuestros: que la tierra es nuestra madre. Todo lo que afecta a la tierra afecta a los hijos de la tierra. Cuando los hombres escupen en el suelo, se escupen a sí mismos.

Esto lo sabemos: la tierra no pertenece al hombre, sino que el hombre pertenece a la tierra. El hombre no ha tejido la red de la vida, es sólo una hebra en ella. Todo lo que haga a la red, se lo hará a sí mismo. Lo que le ocurre a la tierra le ocurrirá a los hijos de la tierra. Lo sabemos. Todas las cosas están relacionadas, como la sangre que une a una familia.

Aún el hombre blanco, cuyo Dios se pasea con él y conversa con él de amigo a amigo, no puede estar exento del destino común. Quizás seamos hermanos, después de todo. Lo veremos. Sabemos algo que el hombre blanco descubrirá algún día: nuestro Dios es su mismo Dios. Ahora piensan quizás que son dueños de nuestras tierras, pero no pueden serlo. Él es el Dios de la humanidad y su compasión es igual para el hombre de piel roja que para el hombre blanco. Esa tierra es preciosa para Él y el causarle daño significa mostrar desprecio hacia su creador. Los hombres blancos también pasarán, tal vez antes que las demás tribus. Si contaminan sus camas, morirán alguna noche sofocados por sus propios desperdicios.

Pero aun en su hora final se sentirán iluminados por la idea de que Dios los trajo a estas tierras y les dio el dominio sobre ellas y sobre el hombre de piel roja con algún propósito especial. Tal destino es un misterio para nosotros, porque no comprendemos lo que será cuando los búfalos hayan sido exterminados, cuando los caballos salvajes hayan sido domados, cuando los recónditos rincones de los bosques exhalen el olor a muchos hombres, cuando la vista hacia las verdes colinas esté cerrada por un enjambre de alambres parlantes. ¿Dónde está el espeso bosque? Desapareció. ¿Dónde el águila? Desapareció. Ahí termina la vida y comienza el sobrevivir.

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